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Día Mundial del Medio Ambiente: ¿algo que celebrar?

Por Manuel Mureddu González

Desde 1972 el 5 de junio se celebra el Día Mundial del Medio Ambiente. La fecha no es casual, sino que tiene su origen en el día en que dieron inicio los trabajos de la Conferencia de Estocolmo, de la cual derivó la Declaración de Estocolmo, el primer gran instrumento que, en el marco de las Naciones Unidas, establecería una serie de principios generales dirigidos a la preservación del medio ambiente y la planeación de la sustentabilidad.
Sin embargo, más allá de una linda efeméride, ¿hay razones para celebrar el Día Mundial del Medio Ambiente?, ¿o más bien deberíamos extremar nuestra preocupación?

Para bien o para mal, la preservación ambiental siempre termina siendo un tema directamente vinculado al desarrollo de una serie de políticas públicas: la política y la gestión ambiental. Y en un planeta globalizado, pero, sobre todo, irrestricto por cuanto ve a las inexistentes fronteras de los fenómenos naturales y sus efectos, esta política ambiental termina por tener una resonancia global.

Así, a nivel global, el panorama ambiental no es positivo, por no llamarlo desolador. Cada año se rompen récords de temperaturas registradas tendientes al alza. El Acuerdo de París de 2016 se planteó un gran objetivo: mantener el aumento de la temperatura media mundial por debajo de los
2º C respecto de los niveles preindustriales, planteando objetivos específicos para las diversas contribuciones nacionales en la emisión de los Gases de Efecto Invernadero (GEI). Y ello tiene una razón de ser: después de esos 2º C, aunque no hay consenso científico de cuál será el efecto real, una cosa es segura: no será positivo. Tristemente, se estima que será peor para los países menos desarrollados, que irónicamente suelen estar en el grupo de aquellos con menores contribuciones de GEI.

A nivel nacional la cosa no es particularmente mejor. Después de un esfuerzo loable para perfilar el sector energético del país a un esquema de sustentabilidad, en parte soportado por la reforma energética, y la emisión de leyes como la de Transición Energética, o la de Cambio Climático, esta administración ha dado pasos que podrían minar el éxito de algunos mecanismos que nacieron de la reforma, particularmente, las subastas de energía, que en su funcionamiento son ideales para incentivar el desarrollo de proyectos de energías renovables.

Y existen además otros escenarios que dejan mucho que desear: la refinería de Dos Bocas comenzó su ejecución sin siquiera contar con una evaluación del impacto ambiental; para el aeropuerto de Santa Lucía se inventó la falta de necesidad para gestionar estas autorizaciones; y el Tren Maya terminará por fraccionar de manera práctica una de las áreas con mayor biodiversidad del país. Todo, además, para encima apostar de nueva cuenta a la industria de hidrocarburos, una de las principales contribuyentes al cambio climático, con el fortalecimiento de las actividades de refinación del país, abandonando la tendencia global de los renovables para volver la mirada a una forma más sucia para generar energía y brindar satisfactores.

El escenario, insisto, dista mucho de ser festejable. No obstante, la lucha por la política ambiental sustentable nunca ha sido fácil. No faltan los esfuerzos loables que deberán ser punta de lanza de un espíritu de preservación que trasciende fronteras. Por lo pronto, próximamente hablaremos del sistema de comercio de emisiones, también conocido como ‘cap and trade’, que, si todo marcha bien, relativamente pronto debería comenzar a funcionar en México como resultado de la Ley General de Cambio Climático. Ya hablaremos de ello.

*El autor es maestro en Derecho Ambiental y Políticas Públicas por la Universidad de Stanford, y socio en Ballesteros y Mureddu, S.C.

Fuente: CódigoQro