Urbanismo. Por qué no deberíamos ir a trabajar en auto

Vivo en uno de los márgenes geográficos del barrio de Colegiales, la capital nacional del jardín de infantes progresista. Todos los días a las 8 y 10 llevo a mi hija a la escuela, que queda en el otro margen del barrio. La distancia entre un punto y el otro: 10 cuadras. Tiempo que tardo en cruzar el barrio: variable, denso, lento. A cada cuadra, una cola de autos de papis y mamis que depositan a «la bendición» en los jardines hacen de un simple viaje de 10 cuadras un embotellamiento eterno. En esos momentos, recuerdo cuando Julio Cortázar en su cuento «La Autopista del Sur» narraba acerca «del desencanto insultante de pasar una vez más de la primera al punto muerto, freno de pie, freno de mano, stop, y así otra vez y otra vez y otra». Y entonces me pregunto, ¿para qué me subí al auto?

En esta sociedad de consumo, el auto es el objeto aspiracional más preciado: las políticas públicas económicas orientadas al consumo interno hacen eje en la industria automotriz y, desde el mercado, los medios nos bombardean con publicidades de nuevos autos que nos imponen un estilo de vida que deberíamos alcanzar. Pero una vez que lo conseguimos, comienzan las preguntas: ¿Para andar por dónde? ¿Cuándo? ¿Dónde lo podemos estacionar? ¿A qué costo?

Podría decir que me subí al auto para llevar a mi hija a la escuela y de ahí ir al trabajo, pero sería mentirme. Intentar llegar al centro de la ciudad en el vehículo propio suele ser una quimera. Puedo dejar el auto cerca de una estación de subte o de tren, y de ahí subirme al transporte público que me deposite en el trabajo, pero también significa exponerme a los altos niveles de invasión y agresión física que debemos soportar en los horarios centrales.

Los habitantes de todas las grandes ciudades nos despertamos cada mañana con la certeza de que una importante dosis del estrés diario es producto del viaje hacia el trabajo. El problema está claro, pero las soluciones suelen ser, en mayor o menor grado, paliativas y diversas.

En principio, la densificación de las ciudades y sus conurbanos marcha a ritmos más rápidos que las respuestas de los estados a los problemas de circulación. Intentos hay, y con éxitos variados. Pero ¿hasta dónde la solución a esos problemas no es también un tema de conciencia ciudadana? Ponemos la carga de la queja sobre la superestructura estatal mientras nos llenamos la boca con ejemplos que suceden en otras ciudades. Nos gusta reclamar medidas como la extensión de la red de subterráneos de Madrid, los grandes estacionamientos públicos en los ingresos a la ciudad de Milán, el sistema de transporte TransMilenio de Bogotá, los carriles para bicicletas de Ámsterdam, el sistema de circulación por patentes de la ciudad de México. Pero más allá del legítimo reclamo hacia el Estado, ¿cuán sustentable es nuestra actitud con respecto a la movilidad en la metrópolis?

 

La circulación en las grandes urbes puede leerse también como un sistema de coorganización de nuestras vidas, en el cual le cedemos al Estado el poder de establecer ciertas decisiones que impactan en la cotidianeidad, pero también nos reservamos a nosotros mismos la posibilidad de intervenir con nuestras acciones en el bienestar común. Por ejemplo, durante muchos años, el Estado escalonó los horarios de la industria, del sistema educativo, del Estado y del comercio, pero a partir de los 90, esas franjas horarias comenzaron a achicarse y provocaron muchísimos problemas que van desde las aglomeraciones de tránsito hasta la polución sonora, pasando por el descalabro de las planificaciones familiares. Si además de eso, tomamos la decisión de usar nuestros autos para cubrir pequeñas distancias en horas pico, teniendo otras posibilidades de movilidad, estamos contribuyendo mucho a profundizar el problema del que nos quejamos. La ciudadanía activa exige tomar decisiones que van más allá de la emisión del voto, se trata de entender que la calidad de vida urbana es una decisión personal que nos afecta a todos.

Fuente: La Nación

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